Alberto Tomás Pérez Izquierdo.

Antonio: maestro, científico y amigo.

(Charla en el homenaje a Antonio Castellanos Mata).


Excelentísimo Sr. Vicerrector, querida decana, Sr. director del Departamento de Electrónica y Electromagnetismo, compañeros y amigos. Conocí a Antonio Castellanos en octubre de 1983, cuando empezó el curso y apareció por el aula con su poblada barba, sus ojos vivos tras unas gruesas lentes y su acento castellano. Se inició así una relación que continuó de forma ininterrumpida hasta su muerte este mismo año. Fue mi director de tesis y mi mentor. Luego pasé a ser su colaborador y con él he codirigido tesis, trabajado en proyectos científicos, compartido docencia, viajado y, claro está, tomado muchos cafés y tenido conversaciones sobre todos los temas imaginables. Ha sido una estrecha relación que ha durado más de treinta años. Se entiende, por tanto, que su desaparición haya supuesto para mí una conmoción vital de la que aún no me he recuperado. Pero Antonio no era un hombre triste, y voy a intentar que mi intervención hoy aquí tampoco lo sea.

Antonio era un profesor heterodoxo. Los que hemos sido sus alumnos podemos contar decenas de anécdotas que reflejan la forma tan especial que tenía de entender la docencia. En los años en los que enseñaba el electromagnetismo de cuarto de fundamental, en la antigua licenciatura, solía empezar el curso poniendo las ecuaciones de Maxwell en la pizarra, tras lo cual decía: “esta es toda la teoría que tienen ustedes que saberse, el resto del curso lo vamos a dedicar a hacer problemas”. En esa época dejaba que los alumnos consultaran los libros durante los exámenes, hasta que la gente empezó a pedirle que no lo hiciera: era peor tener el libro delante, más humillante. Ocurrió más de una vez que ponía un problema en el examen que se le había ocurrido, pero no lo hacía antes. Al corregir se daba cuenta de que nadie lo había hecho y entonces se ponía él a hacerlo. Y se daba cuenta de que a él tampoco le salía, o que le costaba mucho hacerlo. El resultado de todo era que terminaba poniéndole un diez al alumno que había hecho el mejor intento, aunque no hubiera resuelto el problema. Algunas fichas de alumnos brillantes de esa época son muy extrañas. Pueden poner cosas como primer parcial 5,5, segundo parcial 7, nota final Matrícula de Honor. Una de mis pequeñas conquistas personales durante los muchos años que hemos compartido la electrodinámica de cuarto, de la ahora extinta licenciatura, fue la de convencerle de que era conveniente hacer los problemas del examen “antes” del día del examen.

En esa época, hablo de finales de los ochenta principios de los noventa, no había un programa claro de la asignatura. Antonio iba avanzando al ritmo que le parecía y se detenía el tiempo que hiciera falta en algún problema particular o en una demostración. Llegaba el día del examen y, a veces, la gente no sabía ni lo que entraba. Aquello era de una “inseguridad jurídica”, llamémosle así, que hoy en día sería impensable. Pero él iba a su aire y dedicaba la clase a lo que hiciera falta. Incluso a repetir en detalle, y en profundidad, cosas de electricidad o de magnetismo del curso anterior. Según me han contado, en una ocasión estuvo una hora demostrando un teorema. Antes de que acabara, alguien le preguntó alguna duda y dijo que al día siguiente lo aclararía. Al día siguiente comenzó diciendo que se olvidaran de la clase anterior, que comenzaba la demostración desde el principio. Pero, a mitad de la clase, comenzó de nuevo la discusión sobre algunos aspectos que, en principio, no estaban claros. De nuevo dijo a los alumnos que no se preocuparan, que al día siguiente lo resolvería. Al día siguiente pasó algo parecido y concluyó "Bueno, creo que he estado engañando a mis alumnos los últimos 10 años. Voy a tener que tomarme más en serio la demostración que tengo de 10 páginas del teorema y olvidarme de demostraciones simplificadas que parece que no funcionan". Por supuesto, la clase estalló en carcajadas...

En cualquier caso Antonio nunca fue un juez severo. Anulaba la nota de problemas enteros si nadie los hacía. E incluso llegó a anular más de un examen, diciendo: “señores nadie ha sacado ningún problema de los que puse, así que vamos a repetir el examen”. Incluso este mismo curso no tuvo en cuenta uno de los test que había puesto porque nadie de la clase lo aprobó.

Entiendo que la “inseguridad jurídica” de los primeros años de Antonio en Sevilla era excesiva, pero a veces pienso, y creo que él también lo pensaba, que nos hemos pasado al otro extremo. Hoy no nos atrevemos a preguntar en un examen cosas que no se hayan dado. No digo ya a poner un problema que no tenga solución. Tenemos los programas tan detallados que se supone que el alumno sabe qué se va a dar qué día del año. Ello coarta la personalidad de profesores que, como Antonio, no encajan en los cánones, pero cuya creatividad y originalidad son imprescindibles en una universidad que aspire a dar a sus alumnos una formación crítica y comprometida con la ciencia.

Antonio dominaba profundamente el electromagnetismo. Especialmente le apasionaba el electromagnetismo relativista. Y estaba siempre buscando nuevas formas de demostrar las cosas o de hacer los problemas. Muchas veces salíamos juntos para ir a dar la clase y camino de las escaleras me iba diciendo cómo iba a resolver el problema de ese día. A la vuelta de clase me decía algo así como: “subiendo las escaleras me di cuenta de que había una forma mejor de plantearlo y se lo he contado a los alumnos de una manera diferente a como lo tenía preparado” y me miraba entre preocupado y satisfecho “no se han enterado de nada”. En algún momento de la década de los noventa decidió que iba a preparase las clases. Uno de mis colegas me contó hace poco que le había dicho entonces: “desde que me preparo las clases, ¡es peor! Me da tiempo de contarles todo y los tengo agobiados”.

Una de las muchas cosas que me admiraban de él era que todos los años sin excepción empezaba el curso diciendo lo mismo “Alberto, este año voy a cambiar”. Que alguien que llevaba décadas enseñando sintiera que tenía que cambiar y mejorar su docencia me parecía asombroso. Ese cambio podía ser: “este año me voy a preparar las clases” o “este año voy a seguir el programa” o “este año voy a seguir el Griffiths sin desviarme (el Griffiths era nuestro libro de texto)”. Pero era inevitable que un día me dijera “Alberto: el Griffiths es una mierda, esta demostración que hace de los potenciales retardados es muy patatera,” o una cosa por el estilo. E, inevitablemente, se salía del guión, o del programa, o del Griffiths. En definitiva, tenía una inquietud intelectual permanente que le hacía saltarse los condicionantes. Pero por eso mismo transmitía a los alumnos su entusiasmo, y muchas veces montaba tal lío en la pizarra que terminaba implicando a toda la clase en la resolución de un problema o de una ecuación, de forma que aquello acababa en una discusión entre todos buscando donde estaba el fallo o argumentando si un paso era o no correcto.

Para mí una de sus mayores virtudes era su trato con los alumnos en tutorías. Ahí desplegaba todo su conocimiento. Si alguien le llegaba con un problema se sentaba a explicarlo sin dudar. Si el alumno era brillante lo hacía con entusiasmo y abriéndole nuevas perspectivas. Si el alumno no era muy brillante lo hacía con paciencia hasta que aclaraba todas las dudas. Le gustaba la docencia y estuvo dando clases hasta pocos días antes de morir.

Antonio pertenece a una generación de científicos con los que España está en deuda, porque ha sido esa generación la que inició la transformación de la ciencia española desde el estado subdesarrollado en que se encontraba al final del franquismo hasta el estado actual, en que España cuenta con un sistema científico moderno y, a pesar de las dificultades, tiene una producción científica acorde con su posición económica y política en el mundo. Antonio, como muchos de su generación, fue en ciertos aspectos un científico autodidacta. Sus estancias en el extranjero le hicieron comprender que era necesario colaborar con el exterior y someterse al escrutinio de las publicaciones internacionales. Siendo él inicialmente un teórico, entendió que era imprescindible que nuestro grupo realizara investigación experimental si quería progresar en los temas en los que él lo había embarcado. Es cierto que la modernización de la ciencia española ha requerido una financiación sostenida durante las últimas décadas. Pero también es cierto que esa financiación no ha alcanzado nunca el porcentaje del PIB que dedican a la ciencia las grandes potencias occidentales. Sin el talento, la entrega y el trabajo de científicos de la talla de Antonio Castellanos la ciencia española no ocuparía el lugar que ocupa hoy en el mundo.

De esa necesidad de abrirse a la ciencia internacional surgió el seminario permanente de física de fluidos que él y el profesor Antonio Barrero organizaron durante varios años, a veces con la colaboración del profesor García Velarde. En esa época tuvimos la ocasión de escuchar a algunos de los mayores expertos en física del mundo, especialmente en física de fluidos. Michael Berry, Amable Liñán, Fernández de la Mora, Hao Bai-Lin o Howard Stone pasaron por Sevilla en ese tiempo. Algunas de aquellas charlas permanecen en la memoria de los que asistimos a ellas. Recuerdo que Amable Liñán estuvo dos o tres veces. Pero nunca terminaba su charla. Cuando después de casi dos horas el tiempo apremiaba y había que terminar, Liñán apenas había pasado de la introducción.

Esas conferencias tuvieron gran repercusión en nuestro grupo de investigación. En una ocasión vino el profesor de la Escuela de Aeronáuticos de Madrid Isidoro Martínez para hablar de puentes líquidos. Se puso a hablar y a hablar y a poner transparencias y películas de sus experimentos. Cuando habían pasado más de tres horas de seminario, y no estoy exagerando, los asistentes nos dividíamos entre los dormidos y los desesperados. Excepto los dos Antonios, que seguían preguntando y discutiendo, incansables, con el conferenciante. Aquella misma tarde se le ocurrió a Antonio Castellanos la idea de que el campo eléctrico podía estabilizar puentes líquidos dieléctricos. Y nació una línea de investigación, en la que también se implicó Barrero, que dio lugar a varias tesis y algunas publicaciones importantes. Antonio Castellanos empezó a consolidarse como figura emergente de la EHD en el panorama internacional.

Antonio era un buen conferenciante. Sus charlas en los congresos siempre captaban la atención de los asistentes. Y ello era así porque en ellas demostraba las virtudes que tenía como investigador: siempre iba al fondo de las cosas, siempre le guiaban los principios físicos fundamentales y, además, tenía una sólida formación matemática. En la memoria de varios miembros de nuestro grupo de investigación quedarán para siempre los días vividos en el centro de investigación de Xerox en Webster, cerca de Rochester en el estado de Nueva York, donde iniciamos los trabajos sobre medios granulares cohesivos. Esas estancias fueron fuente de innumerables y divertidas anécdotas. Una vez fueron Antonio Ramos, Antonio Castellanos y Antonio González a Webster y al llegar Keith Watson, nuestro anfitrión en Xerox, les presentó a uno de los investigadores del centro: “estos son Antonio Castellanos, Antonio González y Antonio Ramos”. El interlocutor preguntó asombrado “¿Qué significa “Antonio” en español? ¿Es algo así como Míster o Doctor?”

Era habitual que termináramos nuestras estancias en Xerox dando un seminario para explicar los avances realizados. Y Antonio se solía encargar de dar ese seminario. Pues bien, terminaba siempre las transparencias minutos antes de que comenzara el seminario. Podía ocurrir que uno de nosotros estuviera midiendo en el laboratorio y él se acercara para anotar los últimos datos que salían del experimento y terminar con ellos las transparencias, y luego nos íbamos todos corriendo a la sala de conferencias donde ya nos estaban esperando. A veces íbamos con la sensación de que aquello iba a ser un desastre. Pero Antonio empezaba a hablar, a contar lo que habíamos hecho y por qué y a explicar los resultados, alguno de los cuales los acababa de obtener, y todo el mundo terminaba encantado, y nosotros respirando aliviados.

Pero Antonio no fue solo un gran científico. Además dedicó una buena parte de su tiempo a la gestión económica del grupo de investigación. Y lo hizo hasta el final. El mismo día que ingresó en el hospital para no volver, estuvo en su despacho tratando de cerrar el informe final del último proyecto del que había sido investigador principal. Gracias a su labor consiguió los fondos suficientes para que el grupo fuera aumentando sus recursos. Pudimos dotar dos laboratorios con todo tipo de instrumental científico. Se adquirió una gran cantidad de libros, necesarios para cualquier actividad científica. Conseguimos becas. Y pudimos viajar, ir a congresos, realizar estancias en muy diversos lugares, etcétera. Todo ello gracias a que Antonio gestionó decenas de proyectos. Ello implica que realizó, decenas de informes, escribió miles de cartas y tramitó, literalmente, miles de facturas. Fue responsable de la gestión directa de fondos por una considerable suma de dinero. Aunque también en la gestión Antonio tenía cierta fama de caótico, era más ordenado de lo que las apariencias indicaban. Si uno mira sus archivos se da cuenta de que cualquier gasto de los últimos treinta años está debidamente anotado y justificado. Uno no puede sino admirarse de la enorme tarea realizada y de que esa tarea haya sido simultaneada con una actividad científica frenética. Lógicamente nada de esto hubiera sido posible sin el apoyo incondicional de su familia, especialmente de sus dos esposas: María Elena Navarrete, que durante muchos años estuvo a su lado, y Elena Grekova, su compañera en la última etapa de su vida. Como gran viajero que era a María Elena la encontró a miles de kilómetros de aquí hacia el oeste, y a Lenka a miles de kilómetros hacia el este.

Antonio era un hombre de fuerte carácter. Y solía decir lo que pensaba, a veces sin demasiados remilgos. Probablemente eso le cerró alguna puerta. Por poner un ejemplo, recuerdo que una vez le tocó formar parte de un tribunal de oposición para profesor titular en otra universidad. Al final de la oposición votó contra el candidato local, entre las protestas de algunos miembros del tribunal. Y escribió en el informe razonado: “El candidato no tiene los conocimientos mínimos necesarios para el título de licenciado en física”. En otra ocasión, esta en un ambiente más distendido, estaba departiendo con el director de la Escuela de Ingenieros de Sevilla, cuando la escuela estaba aquí en Reina Mercedes. Como el director presumía un tanto de la calidad y la importancia de la escuela Antonio le dijo: “Mira, mañana mismo cae una bomba en la escuela y la comunidad científica internacional ni se inmuta”.

Pero Antonio era apreciado y valorado por todos los que le conocían de cerca. Todos los que formamos actualmente su grupo de investigación, y ahora hablo no solo en mi nombre sino también en el de Helio, Paco Pontiga, Antonio Ramos, Antonio González, Miguel Ángel, José Manuel Valverde, Javi García, Pedro, Carlos, Pablo, Agustín, Helena, José Manuel Pérez, Manuel Espín, Lenka, Paco Ruiz, Javier Pérez, Francisco José y todos aquellos que han formado parte del grupo en estos años, “todos” le recordaremos para siempre con cariño y admiración.

A Antonio le gustaba leer poesía. Y le gustaba un soneto de Quevedo cuyos últimos versos llegó a citar en la entradilla de un artículo de más de 100 páginas que escribió sobre polvos cohesivos para la revista “Advances in Physics” en 2005. Me vais a permitir que termine mi intervención recitando dicho soneto.

Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra que me llevare el blanco día, y podrá desatar esta alma mía hora a su afán ansioso lisonjera; mas no, de esotra parte, en la ribera, dejará la memoria, en donde ardía: nadar sabe mi llama la agua fría, y perder el respeto a ley severa. Alma a quien todo un dios prisión ha sido, venas que humor a tanto fuego han dado, medulas que han gloriosamente ardido, su cuerpo dejará, no su cuidado; serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado.