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José Maria Ruiberriz de Torres Sánchez. Carta a León e Iván.


Queridos León e Iván:

Hace ya más de un año que mi amigo Antonio, vuestro padre, se fue.

Cayó el telón en la obra en la que se representaba su vida. "Esto no es un ensayo general, sino la obra misma", me dijo en cierta ocasión en la que yo dudaba si dar o no un paso importante en mi vida.

Creo que él actuó siempre, tanto en el plano profesional como personal, consciente de esa idea que alguna vez me expresó. Al menos, el tiempo que yo lo conocí. No fueron muchos años: quizás algo menos de veinte. Pero en aquel tiempo disfruté de la amistad de un hombre sabio, no sólo en el plano intelectual, científico, sino en el humano; un hombre fuerte, tenaz y prudente.

Lo conocí cuando, de la mano de unos antiguos vecinos suyos, él y Mª Elena Navarrete, la madre de vuestros hermanos mayores, Antonio y Dayeli, se incorporaron al grupo de amigos - los "quattordici" - que formábamos allá en Mairena del Aljarafe. Todos los viernes nos reuníamos para charlar y tomar unas cervezas.

Desde el primer momento me llamó la atención su capacidad de conexión con el grupo; su talante alegre y simpático. Entusiasta de todo aquello que se organizara: ya fueran viajes ( a Florencia, al Ampurdán, a Cazorla o a la Sierra Norte de Sevilla ), visitas a exposiciones, barbacoas o proyecciones nocturnas de películas.

Nos reímos muchas veces por el hecho de que yo, al poco tiempo, le dijera que su figura, su cabeza, se me antojaba de procónsul romano. Que sólo le faltaba la toga.

Como buen leonés, apreciaba mucho las carnes a la brasa. A él y a mí nos gustaba especialmente el chuletón de buey. ¡Cuántos compartimos!

Enjuto y magro, era muy andarín. Cuando el grupo pasaba un fin de semana en una casa rural, en el campo, era incansable saltarín por las rocas y caminante por los senderos.

Me hubiera gustado conocerlo antes, cuando seminarista o cuando estudiante de Físicas en Valladolid. O cuando viajó por América en la época de la beca Fulbright. Pero fue ya en su madurez, siendo Catedrático de Electromagnetismo en la Facultad de Físicas de la Universidad de Sevilla: “¡Maxwell al poder!”, le decía entre risas cuando nos despedíamos tras algún encuentro.

Vuestro padre poseía una mente prodigiosa. Perfecta y brillantemente estructurada, enfocaba las cuestiones técnicas y científicas con un lenguaje matemático muy preciso. Era y es enormemente admirado.

Una vez, visitando Jerez de los Caballeros, tomando unas tapitas en una bodega, charlábamos sobre una introducción a un capítulo de un libro de Bioquímica. El artículo presentaba al corazón como un motor de determinadas características. Y a propósito de su rendimiento energético, me hizo allí unos cálculos matemáticos perfectamente organizados - para mí, biólogo, enormemente complejos pero innegablemente elegantes - con una rapidez asombrosa. Y todo ello, en varias servilletas de papel.

O cuando en Florencia íbamos visitando museos, monumentos, iglesias... Tras las consideraciones históricas y artísticas, él y yo terminábamos - cada loco con su tema - determinando el tipo de materiales (que si travertino, granito, etc.) y por supuesto, los hectopascales de su resistencia y otras cuestiones mecánicas.

Estando en un hotelito rural en Peñolite (El Jaraíz), una pedanía de Puente Génave, y debido a la insistencia de los "de ciencias", nos dio un "pequeño seminario" sobre una línea de trabajo que le interesaba mucho: la cohesión granular de los micropolvos. Me pareció muy interesante y en cierto modo, relacionado con la Botánica: los pólenes y su arquitectura superficial. Muchas veces hablamos de ello, de cómo dependiendo de esa arquitectura y, probablemente, del grado de humedad, las cargas superficiales debido a los aminoácidos presentes... la cohesión podría estar modulada.

Llegaron después tiempos tristes y difíciles para los dos. Compartimos nuestras penas y preocupaciones cuando ambos entramos en sendas crisis personales.

¡Sólo puedo darle las gracias por aquellos prudentes consejos que entonces me dio!

Y salimos del bache.

Con vuestra madre, Elena Grekova, admirable compañera de vida (y también en el ámbito científico y profesional) en sus últimos trece años, os tuvo a vosotros; os criaba y veía crecer con amor y tesón (se acercaba a los 70).

¡Cómo lo echo de menos! Aún, hoy día, no puedo creer que se marchara. Era tanta la pena, que no podía terminar esta carta que ahora os envío. La he escrito de manera sencilla para que podáis leerla y comprenderla lo más pronto posible.

Sonrío al pensar que inició su andadura intelectual en un Seminario católico y que después se tornó un simpático anticlerical. Y sin embargo, su vida fue ejemplo vivo de lo que los cristianos llaman "Dones" y "Virtudes": Sabiduría, entendimiento, ciencia, consejo, fortaleza, prudencia...

Todo eso adornaba la vida de vuestro padre y mucho más. El amor que os profesaba, a vosotros y a vuestra madre, era inconmensurable.

Yo, como amigo, lo quise y lo admiré. Y siempre agradecí su fidelidad. Aún hoy, y siempre, lo haré. Nunca dejaré de recordarlo y honrarlo.

León, Iván, espero haber contribuido con esta carta a dar una pequeña pincelada al retrato de la inmensa memoria de vuestro padre.

Vuestro, siempre

José María Ruibérriz de Torres

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